lunes, 13 de mayo de 2013

Misericordia Señor, para mis Dolores


Por todo lo que te dio, por todo lo que aprendí de ella. Por todo lo que me queda aún por aprender...Por tantos años de cariño, por llevarme hacia Ti, por hilvanar con tanta dulzura tu amor, nuestro amor. Por tantas miradas, por tantos besos...Por esa caricia tímida en tu mano. Por las veces que me ha preguntado por ti, . Por ser mi guía en el camino hacia la Verdad, por ser mi fuente de valores y mi razón de vivir, de ser, de sentir. Por tantas cosas que sólo sabemos Tú y yo. Por ser quien mejor sabes lo importante que es para mí, por las veces que he seguido a Tu lado por ella, y solamente por ella...

Porque no hay bondad como la suya...Misericordia, Señor, Misericordia.

sábado, 4 de mayo de 2013

El Sonido de la Vieja Máquina



El silencio de aquel cuarto era solo físico. En su cabeza no paraba de escuchar la aguja de la vieja máquina, haciendo hilvanes a los vestidos que con tanto esmero habían enjaretado aquellas manos, siempre dispuestas a ayudar a todos. Nunca se cansó de girar la rueda de la mesa, ni de pisar con fuerza aquel pedal que hacía funcionar todo el engranaje.

Cuarenta años son más que suficientes para no olvidar un sonido tan peculiar. Hacía poco tiempo que la vieja máquina se había parado, que en su lugar, brillaba otra, más nueva, más moderna, más práctica tal vez…Pero sin aquella esencia que tanto les gustaba a todos. Sin una historia que contar tras ella. Sin aquel peculiar sonido. En su corazón siempre brillará más el color verdoso que el radiante blanco.
Su caja de costura estaba en el mismo lugar. Dentro, su viejo acerico, tan lleno de alfileres como siempre. Tampoco faltaban sus tijeras, ni sus dedales. El metro amarillo y las bobinas de hilos de todos los colores, hacían el resto.

En aquel cuarto había vivido sus mejores años. Las tardes de sábados lluviosos, en las que miraba el viejo árbol del cuartel, (ahora también ausente) mientras jugaba entre playmóbiles y legos. Aquellas otras, soleadas, en las que miraba a los niños jugar al fútbol en aquel enorme patio. Ahora ya no había niños, ni balones de los que se colaban tras la tapia. En su lugar, un montón de coches verdes que habían convertido en parking al viejo recinto que sabía, en cierto modo, a mudéjar.
Y recordaba el bullicio de las sobremesas, viendo sus dibujos preferidos. Y las canciones de su tía, exactamente las mismas que seguía entonando 30 años después. Se acordaba del jaleo que había siempre entre aquellas paredes, en un ir y venir de sentimientos, de emociones. De Nochebuenas bajo la mirada del belén de la caracola, y de esperas desde la terraza a que llegara ella y le regañara por no haberse comido todo el plato, porque “esto se come sin hambre”.


Recordaba verla coser algún descosido de su antiguo uniforme de rallitas azules, y sacar los bajos de las túnicas de nazareno que se iban quedando cortas, y tenían que pasar a la siguiente de la lista. Y por recordar, hasta recordaba las oraciones de cada noche antes de irse a dormir, bajo la mirada de la virgen de Lourdes que habitaba en su mesita.

Ahora, era el silencio el que hablaba. Todo cambiaba a su alrededor a un ritmo más rápido del que quisiera. En cambio, había algo que permanecía intacto: la esencia. La vieja máquina seguía sonando en cada uno de los corazones que ella había hilvanado con todo su cariño. La aguja seguía cosiendo remiendos de ilusión y las bobinas de hilo seguían uniendo con dulzura, pero con firmeza aquello que ella misma había sembrado. Nadie había dejado de enhebrar con el cariño que ella les había enseñado, y si surgía algún descosido, sabían perfectamente como remendarlo.

El sonido, seguía latente, dispuesto a seguir cosiendo metros y metros de amor. Aquella máquina de peculiar sonido, nunca dejaría de funcionar, pues aún tenía que enjaretar muchos retazos de cariño y de aprovechar todos los retales de magia dormida. La aguja se enhebraba de nuevo, ahora, con correa nueva en la maquinaria, dispuesta a dar las más perfiladas puntadas de amor.
La historia, sólo había puesto un punto y seguido.
  


miércoles, 1 de mayo de 2013

El inexorable paso del tiempo



A menudo no nos damos cuenta. Siempre esperamos el día tal o aquel otro con impaciencia. El tiempo pasa, a veces nos parece apresurado, otras eterno. Pero las manecillas del reloj no paran. Nos vamos haciendo mayores, y aprendemos a valorar más cosas que antes pasaban más inadvertidas, y a darles menos importancia a las que eran protagonistas. Aprendemos que un abrazo es lo más reconfortante en los momentos más difíciles, o que una buena charla en compañía de los amigos vale más que mil noches de juergas. A saborear los buenos momentos, a paladear las noches de verano y lluvias de estrellas o el calor del hogar bajo una manta y una buena peli las del largo invierno. Aprendemos tantas cosas mientras el tiempo pasa...

Y de repente, un día, creces de golpe 15 ó 20 años, qué se yo. Te das cuenta que ahora tienes que ser tú la piedra dónde otros se apoyen aunque a veces sientas que estás hecha de cristal y que te vas a romper en cualquier momento. Que debes ser tú quien levantes a aquellos a los que quieres, aunque tú mismo hayas caído en el abismo. A veces, hay que inventarse las fuerzas, sacarlas de dentro y luchar.

Y es que no hay golpe más duro que ver caer a aquellos a los que más quieres.