El silencio de aquel cuarto era solo físico. En su cabeza no
paraba de escuchar la aguja de la vieja máquina, haciendo hilvanes a los
vestidos que con tanto esmero habían enjaretado aquellas manos, siempre
dispuestas a ayudar a todos. Nunca se cansó de girar la rueda de la mesa, ni de
pisar con fuerza aquel pedal que hacía funcionar todo el engranaje.
Cuarenta años son más que suficientes para no olvidar un
sonido tan peculiar. Hacía poco tiempo que la vieja máquina se había parado,
que en su lugar, brillaba otra, más nueva, más moderna, más práctica tal vez…Pero
sin aquella esencia que tanto les gustaba a todos. Sin una historia que contar
tras ella. Sin aquel peculiar sonido. En su corazón siempre brillará más el
color verdoso que el radiante blanco.
Su caja de costura estaba en el mismo lugar. Dentro, su viejo
acerico, tan lleno de alfileres como siempre. Tampoco faltaban sus tijeras, ni
sus dedales. El metro amarillo y las bobinas de hilos de todos los colores, hacían
el resto.
En aquel cuarto había vivido sus mejores años. Las tardes de
sábados lluviosos, en las que miraba el viejo árbol del cuartel, (ahora también
ausente) mientras jugaba entre playmóbiles y legos. Aquellas otras, soleadas,
en las que miraba a los niños jugar al fútbol en aquel enorme patio. Ahora ya
no había niños, ni balones de los que se colaban tras la tapia. En su lugar, un
montón de coches verdes que habían convertido en parking al viejo recinto que
sabía, en cierto modo, a mudéjar.
Y recordaba el bullicio de las sobremesas, viendo sus dibujos
preferidos. Y las canciones de su tía, exactamente las mismas que seguía
entonando 30 años después. Se acordaba del jaleo que había siempre entre
aquellas paredes, en un ir y venir de sentimientos, de emociones. De Nochebuenas
bajo la mirada del belén de la caracola, y de esperas desde la terraza a que
llegara ella y le regañara por no haberse comido todo el plato, porque “esto se
come sin hambre”.
Recordaba verla coser algún descosido de su antiguo uniforme
de rallitas azules, y sacar los bajos de las túnicas de nazareno que se iban
quedando cortas, y tenían que pasar a la siguiente de la lista. Y por recordar,
hasta recordaba las oraciones de cada noche antes de irse a dormir, bajo la
mirada de la virgen de Lourdes que habitaba en su mesita.
Ahora, era el silencio el que hablaba. Todo cambiaba a su
alrededor a un ritmo más rápido del que quisiera. En cambio, había algo que
permanecía intacto: la esencia. La vieja máquina seguía sonando en cada uno de
los corazones que ella había hilvanado con todo su cariño. La aguja seguía
cosiendo remiendos de ilusión y las bobinas de hilo seguían uniendo con dulzura,
pero con firmeza aquello que ella misma había sembrado. Nadie había dejado de
enhebrar con el cariño que ella les había enseñado, y si surgía algún
descosido, sabían perfectamente como remendarlo.
El sonido, seguía latente, dispuesto a seguir cosiendo metros
y metros de amor. Aquella máquina de peculiar sonido, nunca dejaría de
funcionar, pues aún tenía que enjaretar muchos retazos de cariño y de
aprovechar todos los retales de magia dormida. La aguja se enhebraba de nuevo,
ahora, con correa nueva en la maquinaria, dispuesta a dar las más perfiladas
puntadas de amor.
La historia, sólo había puesto un punto y seguido.
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